FACTORIA-DE-LUNATICOS

Monday, December 09, 2013






AL PUNKY 

LE SIENTA BIEN 

LA MUERTE 


Novela Original De  JUAN ANTONIO CADENAS



CAP.  I


Pocos meses más tarde de estos locos sucesos largaron la escala del vapor en una insólita dársena de un inefable puerto y nos obligaron de urgencia a desembarcar.
Aquello debía ser Nueva York. Lo cierto es que no puedo recordar y ni siquiera explicarme por qué acepté semejante deducción a simple  vista; aunque lo cierto  es que tenía  la certeza de que sí, de que me hallaba en la ciudad de los rascacielos, a pesar de la contradicción a que las circunstancias geográficas me impelían.
Parece obvio que a fin de impedir el despilfarro excesivo de  tiempo  nos arrojaron baúles y resto de  equipajes por la borda, y por más que gritamos y pugnamos por impedirlo, veía cómo la mayoría de las maletas y valijas iban  destripándose a nuestro alrededor,  explosionando como auténticas cargas de profundidad. Tales sordas deflagraciones (que nunca conseguí desterrar de mi infausta imaginación o,  cuando menos, de mi irredenta memoria) me  aprovecharon años más tarde para conseguir poner un divino broche final a la obertura de la última  ópera  rock  que  compuse
entonces destinada a una famosa producción  de Drácula. Música, por cierto, que plagié  sin el menor escrúpulo al extraordinario compositor musical y desleal  adversario y buen y adicto amiguete, Alex de la Nuez.
Se trataba de un excelente bloque distónico –por no tildarlo de  diatónico tal vez, y hasta de catatónico- en el que la percusión era tenuamente acariciada por unos oxidados y corroídos metales  asistidos de un extraño, melodioso y hasta compasivo compás vibratorio  que me brotaron prácticamente de la nada sin necesidad de ayudarme de forceps musical ninguno.
Creo que una correcta interpretación a través de la simbología algebraica de Boole (y no de Boyle-Mariotte, como largó desacertadamente el propio amanuense que registró altanero el presente texto) fue lo que me ayudó a resolver de una vez por todas este irrepetible tesoro de la música anglosajona actual, por el que algún tiempo más tarde, y ya de regreso de la  poco querida patria pura y dura, se me recompensó con un par de cicateros acicates carentes de galardones, y paradójicamente, carentes  también de toda otra compensación.

Rehechos los equipajes, bueno lo poco aprovechable que aún restaba de los mismos, y despedido de los camaradas  y demás viajeros de navegación, cada quien a partir de aquel instante se vio arrastrado a determinar el derrotero de su ignoto destino.
Por lo concerniente al mío, fue escueto y tan parco como el propio vacío que por entonces se había  apoderado de mí loca carrera existencial, de mi disparatada muerte -más propiamente expresado- a la vista de la absoluta soledad e ignorancia en las que me acababan de sumergir, por no decir asfixiar. 
Sencillamente, giré sobre mis talones, y así me mantuve, perfectamente detenido, petrificado durante varias horas absolutamente desinfladas  de cualquier contenido que no fuera su propio  vacío. En fin, lo que se dice un envidiable destino; mejor tal vez, des-atino.
Durante todo ese tiempo, sólo se me ocurrió echarle una ojeada, así, a hurtadillas, como si no fuera conmigo –que no lo iba-  a esta jodía  Niu Yorqueta,  que  allí  delante de mí,  tan  estúpidamente   exánime y paralizada como yo mismo, me hacía frente con desmayada  rotundidad,   tal   que   si   ambos   perteneciéramos al     
más  puro inmovilismo  infra-orgánico.  Incluso tuve la osadía años más tarde de brindarla un impertinente poema en los límites de la pornografía más cutre, y que paso a rememorar.
En  realidad,  ella,  la  mencionada  city,  sólo  era  un cúmulo de
brumosas siluetas de papel recortadas a modo de rectángulos perforados de incontables agujeritos luminosos que una lámpara de unos ochocientos watios proporcionaba difusamente  por la espalda al contraluz.



¡New York, New York,
tú que le has puesto los cuernos
a la estatua de la Libertad...!

En la pared   de un frío invierno
los mariquitas se acarician el sexo
y una par
eja de niñas
barbudas
los espían
desde el columpio de sus limpias
bragas.

El cielo diluvia una tormenta
 seminal
que conmociona las entrañas
de la tierra
y el útero
del tiempo…

La rosa de los vientos,
prostibularia y gorda
como los vientres de las putas
entrañables de los muelles,
se deja mecer
la permanente
de su pubis de olas.

Hoy los hampones
(ya todos gays)
se tocan a dos manos los cojones
aunque siguen soñando varoniles
 con los fascinantes ligues
de los films de Humphrey Bogart.


Contra el portón de un viejo almacén victoriano,
una pareja
hace el amor a pie bajo un farol
mientras un corro de mendigos
se la menea a dos manos
alimentando el fuego fatuo
 de un barril
de ron.

Entre las colosales grúas
se abre paso la tentación hermafrodita
de Mercurio.
Y un mar embravecido y duro
hace crujir las sombras
 de dos destartalados cargueros
dándose por el culo.

Es la hora del pleistoceno lunar
y la eyaculación precoz,
y cada lobo de mar
se aparea
con su mascarón de proa.

A lo lejos,
rígidos y erectos
como penes circuncisos,
los rascacielos de New York
acaban de follarse a su ciudad…

¡Ay, New YorkNew York
ay, New York…
no me jodas más,
amor…!


En fin, ¡que aquello tenía que ser New York, por cojones! ¡que al fin había llegado! Pero que, sin embargo, ni sabía qué hacer ni hacia dónde tirar. “¡Será posible!” –pensé para mí. E inmediatamente volví a repensar, aunque ya no tanto para mí como para los propios escritos del volumen narrativo que había decidido elaborar con el objeto de materializar mi propia autobiografía de escritor huèrfano de obra dada su incapacidad absoluta para la escritura literaria.
Y al fin me pronuncié: “Me voy tras ésos que van para allà. O no, mejor con aquellos otros que van en la dirección opuesta. Así lo haré”

En realidad, me daba lo mismo un destino  que otro, puesto que no tenía la menor idea de adonde me conduciría ninguno de ellos. Y así determiné,  seguir al grupo de bastardos que como yo,  con toda certeza tampoco tenían la menor idea de a qué puto mojón de la ciudad nos iba a dirigir tal balbuceante travesía urbana neoyorkina. De lo que sí pude convencerme enseguida es de  que  con esta sencilla aunque preciosa estrategia orientativa –la llamo así por denominarla de alguna manera no demasiado exótica- conseguiría al menos llegar a alguna parte.

“¡New York, New York…no me jodas más, amor!” –como decía el poema,  refunfuñé.
Si como suponía me encontraba exactamente allí, asediado en mitad de la metrópoli de la movida mundial de la moda, entonces sí que estaba en condiciones de corroborar mis sospechas. Los indicios eran patentes y así prometían verificárseme. Todas las ciudades son la misma ciudad. Todas son una. Todas lo son. Todas, percibidas desde su interior, se advierten realmente desprovistas de referencias de identificación, de gestos y peculiaridades que suscriban alguna originalidad  identificativa, y  ni siquiera un carácter modélico único ni menos exclusivo. 
¡Joder, cualquiera puede coger el metro en la estación de Manhattan, transbordar en Diego de León con dirección a la línea de Montparnasse  y apearse finalmente  en Covent Garden para asistir a un concierto de Rubinstein en la Ópera de Berlín! ¿o no?...¡A ver quién coño se atreve a  negarlo!
Lo cierto es que se baje uno en cualquier estación en la que se baje,  será incapaz de discriminar con un mínimo de certeza un lugar de otro, puesto que incluso hasta las propias divergencias son exactamente las mismas en todas partes. Así que siempre se tiene la torturadora impresión de haber recorrido inútilmente el planeta de extremo a extremo para concluir al fin arribando siempre al mismísimo  punto de partida.
De modo análogo, podría decirse también de otro manera que uno arrastra en su interior la propia ciudad, trajinándola sin cesar de acá para allá, desplazándola de un lado a otro.

Alcanzó el hippy a comprender entonces por qué un retrato “ad hoc” de N.Y. podía rodarse en el corazón de Puerto Urraco e, incluso, reconstruirse acumulando pedazos de cientos de otras ciudades diversas sin desmerecer un ápice ni evidenciar el menor indicio de falsedad por ello. Por lo demás, y aunque el argumento no deja de ser antinómico y anfibológico para el sentido de su meditación, ya se sabía: una buena falsificación es siempre mucho más fidedigna que el propio original. Pero, sobre todo, es bastante más costosa. El precio de un pollo de utillería es infinitamente más inasequible económicamente que cualquier otro pollo, incluso que el auténtico pollo biológico, de gallinero, vivo o muerto.

“¡Pero en fin, de lo que se trataba, de que ya estaba en N. Y!”  O debería tal vez haberse pronunciado: “en fin, que ya estaba de nuevo en Nueva York. Porque aquel film le era harto conocido…y aquella ciudad  no pasaba de ser para él la deliciosa y admirable Vieja York. Todos aquellos fragmentos madrileños de N. Y. se los sabía de corrido, sin necesidad de plano,  guía  ni tonton ninguno. Se trataba otra vez del  sempiterno  decorado, el  mismo personaje, la misma intriga y análogos acontecimientos y acciones”.
En semejantes coyunturas, siempre carecía de mojones ¡que carajo! a los que referirla para poder afianzarse a un clavo de orientación, puesto que de hecho siempre se hallaría consignando cualesquiera de todas las demás poblaciones sin excepción.



* * *



Consiguientemente, y ante la testaruda aridez del tema en cuestión optó por rehuirlo, procurando eludir a toda costa cualquier pronunciamiento expreso relacionado con su asignación o denominación; lo que en última instancia le condujo, o mejor, le arrastró a tener que prohibirse toda  nueva posibilidad de acción. En adelante, sólo se permitiría materializar simples actividades gratuitas, puramente gimnásticas, de entrenamiento en el mejor  de los casos  y con  el único  objetivo de  prevenir el anquilosamiento y en consecuencia lograr ir resistiendo con la  mayor  pujanza  posible hasta el final de los tiempos antiguos y modernos.

Insisto: como proseguía sin saber hacia donde dirigirme y, en realidad, me hallaba en la certeza de no tener ninguna probabilidad de elegir por mí mismo a causa de la absoluta ignorancia que me cegaba en todo lo concerniente a la dicha metrópoli  -recordemos que todos los sitios eran el mismo y fuese a donde fuese no acabaría sino llegando siempre al lugar de partida.

Comprendí, en fin, que carecía de las condiciones ideales con las que desplazarme a parte alguna que no fuera ninguna parte.

A escondidas, sin embargo, podía contemplarme y advertir para mi desesperación que ya no podía considerarme sino un ser impedido, incapaz de avanzar ni adelantarme de posición, aunque atónito me descubrí corriendo vertiginosamente al tiempo que. para mi desaliento, permanecía detenido y en perfecto estado de inmutabilidad.

Me advertía, en fin, de todo punto incapaz de articular el menor movimiento de traslación, impotente  para  deambular e incluso a discurrir en el tiempo.
Infringidas  sus  leyes, se  diría que  la  sustancia  de  la   realidad hubieradevenido en frigidez (su genérico absoluto) o que se hubiese sublimado íntegramente a su exclusiva consistencia de materialidad, extrapolada toda otra condición o atributo.


¿Significaría, tal vez, todo esto haber llegado al final  del existir transgredidos los propios límites de la espacialidad flexible y perecedera? ¿o quizá condenarse a una eternidad impalpable e inasible? ¿avenirse inmortal como lo no dotado de existencia o lo no concebido como sustancia de ser? ¿saberse imposeedor  e  imposeíble, incluso desposeído del tributo de la posesión y privado, en consecuencia, de la propia privación? ¿no conducirse, no reparar en sí, ni saberse, ni siquiera estar? En fin, ¿cómo demonios aprenderlo, cómo penetrar en la vomitiva vaciedad de las ideas  de este conflictivo, de este quebrantador e inefable pensamiento? ¡Oh, carajo, que disgusto para tener que proseguir con esta trama, con esta calcomanía de ardid, este falsete de contubernio melodramático! 



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